HA PARTIDO GUILLERMO BLANCO AL ENCUENTRO CON RUIBARDO

SANTIAGO-CHILE.

Premio Nacional de Periodismo de Chile.













ADIOS A RUIBARDO
Mañana a mañana, casi al filo del alba, el chico llegaba a sentarse en la acera empedrada, frente al portón de la panadería. Adoptaba siempre la misma postura: cruzadas las piernas, las manos cruzadas delante de ellas, la vista fija en el callejón que conducía a las caballerizas. Sus ojos eran hondos, eran negros, miraban de una manera extrañamente intensa. Esperaban, con esa mansa paciencia cristalina de los ojos de niño.

A veces, la brisa del amanecer le producía en el cuerpo un leve estremecimiento. A veces era el sol recién nacido el que le penetraba con quieta caricia. Todo él, sin embargo, se concentraba en la mirada -en las pupilas inmóviles, atentas al punto por donde habrían de asomar los caballos-, y sólo parecía retornar a la vida cuando se escuchaban desde dentro las voces de los conductores, y restallaban las fustas, y sobre los adoquines comenzaban a resonar el golpeteo de las herraduras.
Luego aparecía el primer carro.
Iba saliendo muy despacio, pues el callejón era angosto, y al dueño le molestaba que los ejes rasparan el adobe de los muros. Los hombres lanzaban imprecaciones a cada maniobra, más quizás por costumbre, por una especie de rito del gremio, que por estar airados de verdad. Pero el chico no los oía.
No los veía.
Él contemplaba los caballos únicamente mientras en sus labios se insinuaba una sonrisa, o menos: la sombra, el soplo tierno de una sonrisa. Si era posible, al pasar los tocaba. Apenas unas palmaditas fugaces en las paletas, en las ancas. Musitaba los nombres, muy serio, igual que si fuesen un secreto entre ellos y él:

-Pintado
-Canela
-Penacho
-Ruibarbo
Eran cuatro. Dos salían trotando hacia un lado y dos hacia el lado opuesto. El muchacho también se marchaba, en cuanto los veía desaparecer a la distancia. Se iba paso a paso, y las piernas y el cuerpo se prolongaban a su espalda en una sombra interminable, imagen de su deseo de quedarse allí, junto al portón, aguardando.
Caminaba hacia la escuela, al lado oriente de la ciudad.
La ciudad era pequeña, de no muchos habitantes. Sólo diez o doce casas grandes, unas cuantas oficinas, un par de avenidas con pavimento de concreto. El resto era viejo o antiguo: calzadas polvorientas, construcciones de un piso, techos de tejas y verjas de hierro. Todavía algunos nombres y mujeres esquivaban ir al centro por recelo de los letreros luminosos, los automóviles, los dependientes pulcros de las tiendas. El chico no iba casi nunca. De la escuela bajaba al río, del río a almorzar, y luego de nuevo a la panadería. Ahora era la tarde -las cuatro de la tarde, o las tres y media- y la sombra se le adelantaba,, remendando a su impaciencia por volver. Era el resto de las siesta: los caballos reposaban, desuncidos, en los pesebres. Hasta su lado llegaba él, con ese andar lento, que era una excusa, y se les aproximaba, y otra vez les hablaba uno a uno: -Canela.
-Ruibarbo.
-Pintado.
-Penacho.
Desentonaban los enormes ojos quietos para mirarlo. Los dos más jóvenes parecían entenderle mejor, como si recogieran la ternura, el trémolo de bondad, que latía en su voz. Parecía que le escucharan, que le replicaran, en cierto idioma silencioso. Los viejos no: alzaban a duras penas esos párpados bajo los cuales semejaban dormir unas pupilas desprovistas de visión y grises de un largo y ancho desgano. Éstos eran sus predilectos, no obstante, y el chico escurría los dedos, acariciando a pausa sus pelambres húmedas de sudor. (Le agradaba el rastro que después iba dejándole aquel sudor en la piel. Le gustaba olfatearlo, guardarlo en las manos, dormirse por la noche percibiendo su eco).
-Manco, manco -murmuraba.
Algo -quizá si apenas otra forma de silencio- respondía en Canela y Pintado, mientras las orejas inmóviles de Penacho y Ruibarbo dejaban escurrir, su compasión.
-Penacho…
Nada.
-¿Ruibarbo?
Igual.
Era como si su voz se perdiera, cayera en unos pozos sin eco. Miraba a los caballos fijo, fijo, largo, con un dolor suyo por lo malos tratos que les adivinaba recibiendo, por los interminables plantones quietos contra un muro, y luego ese ir y venir sin cambio calle abajo y calle arriba, y el nunca ver pasto vivo o agua que corre: todo aquello que a través de quizá cuántos de quizá cuántos años venía sacándolos, vaciándolos, lo mismo que si fuesen un par de charcos secos en verano. -Manco…
Le provocaba angustia notar el gesto amargo de sus belfos. Sin saber sabía que era una amargura inerte, no nacida en nostalgia de los árboles ni el viento ni de la alegría de los esteros, pues jamás pudieron conocer desde cerca esteros o árboles, y en la pequeña ciudad el viento servía sólo para levantar terrales. La nostalgia habría sido hasta un alivio contra el tedio. En cambio, cierta aridez yerta parecía haber ido quedándose en los dos caballos -como ese polvo sutil que acumula el tiempo en los rincones- al arrastrarse sobre ellos los días y los días y los días parejos., hechos de horas parejas, sin minutos ni segundos, de esas horas inmóviles, que dan lo mismo, que se acumulan y aplastan desprovistas de alternativas y de esperanzas y de sorpresas.
Sí, les perdonaba su frialdad. Los intuía incapaces de otra reacción, de cualquier reacción: no le habrían podido odiar, igual que no le podían agradecer, responder.
-Manco…
Su mano iba recorriendo morosamente las ásperas pieles, sorteaba con afecto las mataduras, trataba de decir, pulso a pulso, lo que no cabía en la voz: esa amistad intensa que es sentir el dolor en carne propia, vivir la fusta y la soledad y el tedio, palpar la opresión de las cuatro paredes y el imposible de la sombra, los árboles, el quieto frescor de los esteros.

Lo conocían ya los hombres de la panadería, y lo dejaban quedarse allí. -Entra, Potrillo -invitaban al verlo junto a la puerta. Él pasaba sin articular palabra, con la clara elocuencia de sus ojos nomás, y se movía suave, silenciosamente, y se ponía al lado de sus amigos.
En varias oportunidades le ofrecieron subirlo sobre el lomo de algunos de los caballos.
-¿Quieres dar una vuelta, Potrillo?
-No
-¿Tienes miedo?
-No
-¿Entonces?
-No quiero.
-¿Ah, tienes miedo!
Lo dejaban.
Por qué iba a tener miedo. Le daba, sí, una especie de vergüenza la idea de trepar en ellos, cansados como estaban. Era humillante, y era cruel. No deseaba ser jinete, sino compañero suyo.
Le gustaba, por eso, que le llamaran Potrillo. Por eso le gustaba el olor que en su epidermis iba dejando el sudor de las ásperas pelambres.
Cuando al iba al río, se echaba boca abajo sobre una piedra enorme -siempre la misma- y se dedicaba a soñar despierto. Imaginaba una suerte de invariable cuento de hadas: él era rico, muy rico, o muy poderoso, dueño de un reino con castillos y palacios y lagos tranquilos, y en medio del mayor de los lagos había una isla ancha, lisa, cubierta de césped, y allí enviaba él a los caballos, los de todas las panaderías de la comarca, y les tenía esteros y árboles y unos pesebres inmensos y hermosos, y nadie podía maltratarlos ni montarlos, porque él había impuesto pena de muerte a quien lo hiciera, y en un lugar maravilloso de la isla habitaban Ruibarbo, Pintado, Canela y Penacho, y a los ojos de Canela y Ruibarbo había vuelto la visión, y eran unos ojos vivos, alegres -mansos siempre: claro-, lustrosos de felicidad, plenos de paz, y el los observaba y les hablaba y ahora sí le entendían, y los dos se iban con él, andando, andando, bajo los olmos y las higueras, y se metían por unos vados pedregosos, y entre las ramas que se trataban por sobre sus cabezas veían el cielo, con un sol perenne y tibio, que no daba calor sino sólo infundía en el cuerpo una sensación de gozosa tibieza, y cuando llegaba la noche, él, el príncipe, dejaba a voces los asuntos de estado para quedarse a dormir con sus amigos tendido en el pasto entre los cuerpos enormes y suaves, y al amanecer siguiente lo despertaban, en lugar de clarines, los relinchos de Ruibarbo y Canela, y al abrir los párpados se encontraba con el mágico espectáculo de las crines y las largas colas flotando en el aire mientras los animales galopaban por la llanura…

Un día, cuando salía el reparto el carro tirado por Ruibarbo, el anciano conductor dijo al chico:
-Despídete de él, Potrillo.
Su mirada preguntó por qué.
-El patrón lo vendió.
-¿A quién?
Quiso el hombre callar, pero las pupilas del niño no permitían guiarle.
Con voz ronca explicó que lo llevarían al matadero mañana de alba, que harían charqui de él. Bueno estaba tan viejo que…
Al matadero.

Se fue el muchacho pensativo calle abajo. Su hermana había ido al matadero una vez, y luego le contó cómo era, cómo un hombre que vestía un delantal ensangrentado se acercó a un buey y le clavó un enorme cuchillo en el pecho, y el buey no murió al primer golpe, y observaba con expresión apacible -sin rencor ni rebeldía- al verdugo. Parecía pedirle que acabara pronto. Mientras, la sangre fluía de la ancha herida y algo se apagaba a pausa en su visita.

Llegó el chico al río, se puso a andar por la orilla. Una bandada de garzas alzó el vuelo sobre el cauce. Un perro lo siguió a corta distancia durante un trecho. Había un piño de cabras. Él no percibía nada. Sólo escuchaba retumbar en su mente la palabra matadero, y ante su visita flotaban el delantal manchado de rojo, el machete, la agonía que magnificaba a Ruibarbo.

Era la hora de la escuela.
No fue a la escuela.
Permaneció la mañana entera tendido en su roca de siempre, aunque sin soñar, como siempre meditando, obsesionado, desesperado. Volvió a almorzar. Comió maquinalmente con la cabeza baja y la garganta estrecha de angustia. Nadie lo notó, ni le preguntaron.
Por la tarde se encaminó a la panadería y se quedó hasta que ya estuvo oscuro junto al viejo Ruibarbo, musitando su caricia inútil:
-Manco, manco, Ruibarbo.
De pronto oyó que cerraban la puerta. Colocaban trancas. Alguien se despedía:
-Hasta mañana, patrón.
-Hasta mañana. ¿Les pusiste agua a los caballos?
-Sí.
-¿A los cuatro?
-No sé si al Ruibarbo. Total, para qué darles trabajo de más a los charqueadores.
Sonó una carcajada.

El chico se estremeció. No hizo ningún movimiento. Esperaría a que se fueran, y daría de beber a su amigo. Eso sí lo iba a entender.

Se escucharon pasos aún, voces que iban apagándose. Después, un largo rato durante el cual no hubo ruido alguno, fuera del que producían los animales con su lento masticar del forraje. Se asomó al patio: una luna blanquecina emergía ya, y alumbraba todo vagamente.
Nadie.
Sigiloso, buscando los rincones, avanzó hacia la llave del agua. Al pasar frente al callejón de salida una idea le aceleró el pulso hasta la angustia: corrió, jadeante, al portón, y comenzó a hurgar a tientas. Por fin, la tranca. Pesaba mucho. La alzó a duras penas. Cuando lo hubo conseguido, el madero se vino al suelo con estrépito.
Creyó que no podría evitar el llanto. Se contuvo porque era demasiado grande su miedo. Trató de hacerse ovillo. Espero.
Al cabo de algunos segundos oyó abrirse una ventana en el segundo piso. Apareció en ella el panadero, que oteó en torno, minucioso. Se volvió en seguida hacia adentro. -No es nada, mujer, -dijo-. Sería uno de los caballos, que ha estado intranquilo. Luego cerró.

El chico permaneció quieto por interminables minutos. Una campana de reloj dio la hora, pero él no atinó a contar los golpes. Aún resonó otro antes de que se atreviese a cambiar de postura.
Se levantó entonces con mil precauciones, fue hasta la caballeriza de Ruibarbo, desató la cuerda que lo ligaba a un poste y comenzó a conducirlo hasta el portón. El animal se resistía al principio. Después lo siguió, a paso lento. Le pareció al niño que nunca habían resonado tanto las herraduras sobre los adoquines.
La espesa hoja de madera se abrió con quejidos de vieja. No se atrevió a cerrarla.

En la calle no había nadie, ni encontraron a nadie en el trecho breve que la panadería distaba del río. Así alcanzaron al puente, a cuyo extremo opuesto el llano y los cerros se abrían, libres, semejantes al reino con que el chico soñaba, y revestidos ahora de magia por la claridad de la luna. Tenso de emoción, quitó la cuerda del cuello de Ruibarbo, le dio las últimas palmadas de afecto y murmuró cálidamente:
-Adiós.

El caballo permaneció unos momentos inmóvil, como si no entendiera. Después dio media vuelta y se fue trotando, trotando, hasta el portón de la panadería por el que desapareció.

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