Los toros, ejemplo de la bestialidad humana

Carlos Ferreyra. Diario Crónica, México



El espectáculo fue bonito: centenares de idiotas vestidos de blanco y con una faja roja en la cintura, corriendo como desaforados delante de los toros sueltos, pegándose a las paredes para evitar la embestida, mientras los infaltables turistas bobos, que parecen destinados a llevar la parte trágica del festejo, eran atropellados, pisoteados y enviados al hospital, afortunadamente con lesiones menores.

Se trató de la corrida de toros de los sanfermines, en España, celebración anual en la que sueltan varios animales que son correteados hasta la plaza de toros local, donde después serán enfrentados por los matadores que les darán muerte entre aplausos y gritos entusiastas de los aficionados a la llamada Fiesta Brava.

Los adoradores de este rito, en las declaraciones para la televisora que lo transmitió, se deshicieron en elogios a “la bravura de los bureles”, pero en lo personal nunca vi toros bravos, sino un conjunto de animales aterrorizados por una multitud que le cerraba el paso y a la que ni siquiera intentaba agredir, atropellando por mero accidente a los tarugos que no se quitaban a tiempo.

Durante un no muy lejano viaje a España, visité una dehesa, un campo de toros de lidia situado en Salamanca, de donde provienen los charros salmantinos, antecedente de nuestros festejados charros de chaquetilla corta y botonadura de oro o plata.

En el campo, los bebederos están colocados sobre montículos para obligar a las reses a ejercitar los músculos de las patas; el resto es plano y con escasa vegetación. Los comederos no están a la vista, pero por donde deambulan los toros están estratégicamente colocados un gran autobús turístico, lleno de abolladuras, mientras varios yips igualmente golpeados circulan de un lado para otro. A pie, una decena de trabajadores caminan entre los bureles, ante la indiferencia de éstos.

Entramos con nuestro flamante autobús que se abrió paso entre los toros que ningún caso hacían de nuestra incursión en sus terrenos. No había de parte del manejador del transporte la menor preocupación, sino al revés, la seguridad de que tanto el camión como los yips eran parte de la decoración de la dehesa para demostrar “la bravura” de las reses.

Gran parte de mi infancia tuve contacto con vacas y toros. Salvo algún ligero incidente sin consecuencias, no recuerdo a ninguno de esos animales en forma agresiva. Los toros, desde luego, imponían respeto principalmente por su enorme tamaño, pero respondían por su nombre y lamían con su lengua rasposa las manos de quienes les ofrecían azúcar o sal.

Lo que pretendo es convencer al lector que no existen las tales reses bravas, que los astados son animales nobles, sin talento ni talante para la lucha. En una ocasión presentaron en la plaza de toros antigua, en Morelia, un espectáculo de un toro luchando contra un oso. Fue horrible y naturalmente ganó el toro, que destripó a la vista pública al plantígrado, animal que estaba programado después para enfrentarse con un león. Pero ya no tuvo la oportunidad.

En la temporada de toros, los señores compraban un enorme puro y una botella de coñac. Decían: “Indio con puro, ladrón seguro”, porque munidos con la botella de beberecua francesa, ellos, que estaban acostumbrados al charanda, se sentían indianos, por decir lo menos, o de plano ibéricos, pero nativos, oriundos, originarios, y étnicamente tarascos, jamás, de ninguna manera.

Alguna oportunidad tuve de presenciar el espectáculo que era más atractivo en el graderío que en el ruedo donde en una ocasión y ante el fallido estoque del matador, el tío Joaquín con su plateada escuadra calibre 38 súper, al grito de ¡así se mata en Michoacán!, acribilló al burel ante el terror del primer espada que salió por piernas a refugiarse en su hotel, mientras el pariente iba a dar con sus huesos a la cárcel, de donde salió en tanto se le bajó el cuete porque él era la autoridad.

Las corridas me provocaban tristeza. No entendía –aclaro que mi edad sería de unos seis provincianos años– por qué los participantes en esa pachanga torturaban en forma tan brutal al animal. Y tampoco entendía la transformación de mi padre y de sus amigos que celebraban ruidosamente cada vez que encajaban a la bestia las banderillas o le atinaban con el estoque. Y menos aún cuando el picador le perforaba el lomo.

Y no entendía nada porque estaba, y estoy, convencido de que lo que observamos en los cosos taurinos no son, de ninguna manera, fieras prestas a la lucha, sino empavorecidos semovientes que luchan desesperados por impedir que los destacen en vida. Porque de hecho de eso se trata.

Con agravantes: en tiempos actuales y para impedir que los matadores sufran percances, los cuernos les son rebajados en las puntas que se redondean no sólo para que no penetren con facilidad, sino para que pierdan el sentido de la distancia al tirar la cornada. Un asesinato con todas las ventajas para el criminal, en este caso el señor con zapatillas de baletista y pantalón embarrado al cuerpo con adornitos bordados.

Me entero de parte de los argumentos que se utilizaron para prohibir las corridas de toros en una amplia región del oriente español: 24 horas antes del festejo, el animal es encerrado a oscuras para que al soltarlo, la luz y los gritos de la muchedumbre lo aterren y trate de huir saltando las barreras, lo que traduce el público en ferocidad. La condición del toro es huir, no atacar.

Le colgaron sacos de arena del cuello, le golpearon los testículos y los riñones y le provocaron diarrea para que llegue débil al ruedo y completamente desorientado. En los ojos le untaron grasa para que pierda el sentido de la visión y en las patas una sustancia ardorosa que le impide mantenerse quieto.

El picador tiene el encargo de sangrar al toro destrozándole los músculos del cuello y de la espalda alta. Así, el animal al embestir casi arrastra la testuz dándole más estética a los pases largos con la muleta. Todo, a favor del torero al que se ayuda también con las banderillas cuyo peso y movimiento sobre las heridas del lomo aumenta un castigo del que el desesperando animal no puede librarse.

Agotado, el burel casi no puede levantar la cabeza; el matador después de un pase largo, saca el pecho, camina delante de la bestia vencida seguro de que no podrá embestirlo. El público festeja el desplante y aplaude el valor del torero.

Al matar, con una espada de 80 centímetros, le destrozan el hígado, los pulmones y la llamada gran arteria, lo que ocasiona un derrame con grandes vómitos de sangre. De hecho muere ahogado. “La conmiseración con los animales está íntimamente unida con la bondad de carácter, de tal manera que se puede afirmar de seguro, que quien es cruel con los animales no puede ser buena persona”, dijo Schopenhauer.

La cancelación de la fiesta brava, contra la opinión de sus panegiristas, no significaría una masiva pérdida de empleos. Sabido es que se trata de un espectáculo de temporada y que la tal temporada no es larga. Claro, habrá quien alcance buenos dividendos, pero no es el caso de la mayoría de quienes se emplean ocasionalmente en esta supuesta fiesta popular.

Coincido con la admirable Marielena Hoyo y disiento de Rafael Cardona, quien ya se encargará de atizarme algunos correctivos. Pero sinceramente estoy convencido de que es una muestra de la bestialidad del ser humano. Y voy en contra.

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