LA FIESTA DE LOS TOROS

BARCELONA - ESPAÑA.
La fiesta de los toros está montada en esencia sobre la tortura pública de un animal, y, por muchos pases pintureros que el diestro pegue vestido de sota de espadas, nunca podrá ocultar la degradación que late bajo la supuesta belleza de una verónica.

Se dice que los buenos aficionados no ven la sangre durante la lidia: no la ven porque están muy acostumbrados. Del mismo modo no huelen a mierda los que viven normalmente entre ella.

En la fiesta de San Isidro se van a ofrecer bandejas de pastelillos de Embassy en el desolladero. También en los palcos algunos intelectuales rizarán el meñique al coger con delicadeza un canapé de caviar mientras abajo el picador realiza el burdo estofado en el morrillo del toro. Ahora se ha puesto de moda comer gollerias en medio del ir y venir de las estocadas, como se hace en las cacerias alrededor de un montón de ciervos asesinados.

La sensibilidad humana forma un solo árbol y a su vez la crueldad, quees también indivisible, nace siempre de una misma semilla. Si alguién concibe que una carnicería semejante puede servir de soporte a un arte, ya está preparado para admitir que la verdad puede ser extraida
mediante la tortura en el sótano de una comisaría; si se admite que la belleza puede surgir
de la sangre derramada, aunque ésta se inflija a un animal, es que uno ya tiene justificado en el corazón todo tipo de violencia.

Pero por muchos mantazos que el torero instruya sobre el lomo acribillado del toro o por muy pronto que los areneros cubran los excrementos mezclados con plasma en mitad de la plaza, a pleno sol, nadie podrá negar que esta fiesta nacional se asienta sobre un callo muy duro que el espectador ha desarrollado en su sensibilidad después de confundir esta salvajada en una costumbre.

Admito que el toreo sea un arte si a cambio se me concede que el canibalismo es gastronomía. Hablando de comida: sigue siendo un profundo misterio que un intelectual español tome en el palco un pastel de nata mientras el toro degollado vomita y el intelectual no lo haga.

Manuel Vicent

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